23 de febrero de 2012

Prólogos

Debió ser el verano del 98, porque es par, y las cosas bonitas ocurren en los años pares, o eso le dijeron una vez. O puede que no, que fuera el siguiente. El verano en que se enamoró como una chiquilla, de aquellos girasoles. De aquella aldea, de aquellos kilómetros hacia el sol. De esas tardes eternas comiendo pipas, de esas noches fugaces mirando estrellas tumbados en mitad de la carretera. De aquellas cosas que parecían prohibidas.

Se levanta a las 7, como cada día, pero sin saber porqué, en esa mañana más fría que cualquier otra, su café lleva más nostalgia que cualquier otro. Y es lenta en sus movimientos. Sabe que va a llegar tarde a dónde va, y también que hoy no va a importarle. Que tiene que caminar al ritmo que marca su tristeza, porque no sabe correr. Mira a través del cristal y ve como se sonríen. Y se sonríe ella también. No quiere ni pestañear, no deja que el gélido termómetro que ve bajar se lleve esa imagen. Y cree que si estuviera ahí fuera, tendría escarcha en las pestañas, y en cambio, siente calor. Toma el café a pequeños sorbos, para no atragantarse con recuerdos demasiado bonitos. Y ahora vuelve la mirada hacia su ciudad de siempre, a ese patio, y esa azotea donde siempre quiso vivir. Y no puede evitar sonreír al recordar ese tobogán que hacía que su madre le regañara por hacer que siempre se le rompieran las medias. Y se ve con muchas chicas más, todas sentadas en el suelo, comiendo un bocadillo, y riendo, y es cuando recuerda que las mejores cosas, se dicen en bajito, al oído. Y es cuando recuerda todas las que no dijo.

Termina el café, pero sigue rodeando la taza con sus manos para que no escape el poco calor que quede y deja salir su alma contra el cristal. Y vuelve a verse haciendo dibujos en el del asiento trasero del coche cuando llovía y se empañaban. Y le regañaban de nuevo. Como aquella vez en que se escapó con su hermana mayor de la casa de campo de su tía, para esconder un tesoro entre dos árboles, poco antes, al parecer, de que fueran talados. Y aunque sabe que el tesoro eran una moneda y un simple papel, se entristece al no recordar que habían escrito en él. Y cierra los ojos por primera vez en aquella mañana, fuerte, muy fuerte, para intentar leerlo. Y después los abre, fuerte muy fuerte, para intentar imaginarlo. Y sabe que seguramente querrían decirse algo a su yo del futuro, a ese que está ahora junto a la ventana, cambiando un poco su vida más adulta, por un poco de vida. Y por un momento cree que si alarga la mano, puede llegar hasta ella misma, hasta su niña, y decirse que no llore tanto, que no sufra tanto, que al final nada merece la pena. Y al intentarlo se le cae la taza de las manos y se rompe en pedazos. Y las dos hermanas, como si pudieran haberlo escuchado, levantan la cabeza, mientras dejan de enterrar el tesoro y se van corriendo. Con miedo, como toda la vida ha seguido corriendo. Y es por eso que ya no corre. Que se mueve al paso lento de su tristeza. Porque ya no tiene prisa, aunque a veces sí miedo. Recoge esos pedazos, como hizo con su vida cientos de veces, y los lanza muy muy lejos, donde no haya nadie, para que no puedan dañar. Y va hasta su habitación y vuelve a meterse en la cama. Se esconde bajo las sábanas y se sonríen. No cree que tenga que estar en ningún sitio mejor que allí en ese momento. Todo lo demás, todo eso ajeno a la vida, puede esperar.





2 comentarios:

  1. Vaya... sin palabras me has dejado, y eso es difícil en una charlatana como yo jiji

    Me ha absorbido el texto, tienes una gran alma de escritora, te lo dice una que se envuelve en los libros para alejarse de la realidad cada vez que tiene ocasión ;)

    Me encanta!

    Besitos!

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    Respuestas
    1. Gracias por tus palabras, a cambio, te escribiré todos los libros que quieras para alejarte de la realidad o acercarte o lo que tu quieras hacer :)

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