15 de agosto de 2015

Del abandono.

Le recordaba a esa belleza que esconden los lugares abandonados. Esa especie de fuerza silenciosa que parece llevar siglos estallando.

Como si la naturaleza se hubiera convertido en un exquisito cadáver.

A esa calma tensa. A esas fábricas medio derruidas inundadas de hierros oxidados, a vías de tren escondidas por ramas salvajes. A esas casas abandonadas con verjas y ventanas rotas que han brotado en mitad de frondosos matorrales.

Como si la naturaleza quisiera apoderarse de lo que nosotros decidimos dejar.

A esos parques descuidados que bien podrían pasar por antiguos cementerios. A las grietas y frescos descoloridos de aquellos edificios históricos. A esos pueblos fantasma dejados caer en mitad de alguna carretera pero en los que aún puede oírse, si se escucha bien, la rutina que algún día lo silenció. A ese aire enrarecido y que no refresca. Que casi ahoga.

A esa energía que se quedó allí, atrapada en todos esos lugares. Enmarcando el momento exacto en el que fueron abandonados.

Esa belleza de lo inhabitable, de la tierra estéril y hostil que nunca dará ningún fruto. Esa belleza de haber sobrevivido a una guerra. Esa belleza de algo vivido. Y después, dejado morir.

Era naturaleza. Muerta.


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