27 de julio de 2014

Veranos

Los desayunos de verano en esas tazas verdes translúcidas, su abuelo leyendo, el pollito que le regaló la mujer del mercado, los cumpleaños especiales con vasos de plástico y globos, el cine de los viernes por la tarde y los jueves de macarrones, pintar con tiza en todos los suelos incluso los que no pisaba, su vestido favorito de flores y volantes, ese que le hacía volar, la feria y las manzanas de caramelo, las tardes en el pueblo comiendo pipas y risas, el sonido de las fichas de dominó en la plaza, los cuentos de antes de dormir y después de jugar, los girasoles, ser una princesa en su castillo sin haberse movido de la cama, los viajes eternos en familia en aquel viejo coche que más de una vez les dejó tirados, la playa, su casita de la playa, arrastrar los zapatos de tacón de su madre porque le sobraba un palmo, y coger sus pinturas y sus bolsos, y ser otra. Ella. Y jugar a no ser pequeña. Y serlo. Y querer parar de crecer pero no terminar de hacerlo. No poder. Si algo echaba de menos era poder llorar desconsolada ante alguien a quién le doliera más que a ella. Y los finales felices. Y los principios.

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