Como si la naturaleza se hubiera convertido en un exquisito cadáver.
A esa calma tensa. A esas fábricas medio derruidas inundadas de hierros oxidados, a vías de tren escondidas por ramas salvajes. A esas casas abandonadas con verjas y ventanas rotas que han brotado en mitad de frondosos matorrales.
Como si la naturaleza quisiera apoderarse de lo que nosotros decidimos dejar.
A esos parques descuidados que bien podrían pasar por antiguos cementerios. A las grietas y frescos descoloridos de aquellos edificios históricos. A esos pueblos fantasma dejados caer en mitad de alguna carretera pero en los que aún puede oírse, si se escucha bien, la rutina que algún día lo silenció. A ese aire enrarecido y que no refresca. Que casi ahoga.
A esa energía que se quedó allí, atrapada en todos esos lugares. Enmarcando el momento exacto en el que fueron abandonados.
Como si la naturaleza quisiera apoderarse de lo que nosotros decidimos dejar.
A esos parques descuidados que bien podrían pasar por antiguos cementerios. A las grietas y frescos descoloridos de aquellos edificios históricos. A esos pueblos fantasma dejados caer en mitad de alguna carretera pero en los que aún puede oírse, si se escucha bien, la rutina que algún día lo silenció. A ese aire enrarecido y que no refresca. Que casi ahoga.
A esa energía que se quedó allí, atrapada en todos esos lugares. Enmarcando el momento exacto en el que fueron abandonados.
Esa belleza de lo inhabitable, de la tierra estéril y hostil que nunca dará ningún fruto. Esa belleza de haber sobrevivido a una guerra. Esa belleza de algo vivido. Y después, dejado morir.
Era naturaleza. Muerta.
Era naturaleza. Muerta.